Habitación 219. Parte 1

Antes de llegar al hospital, ya tuvimos el primer percance. En el taxi, un coche nos golpeó por detrás.

Yo iba algo aturdida y nerviosa. Llevaba el informe de ingreso urgente que me había hecho el neurólogo, por lo que mi cabeza no paraba de pensar qué me habría visto él para solicitar la hospitalización ese mismo día.

Tuvimos que bajarnos del coche y esperar a otro taxi. Ese nuestro, se quedó con el arreglo de los papeles del seguro y demás gestiones.

Al llegar allí y ante la evidente dificultad que tenía para caminar y mantenerme de pie, me pusieron en una silla de ruedas. Así entré por aquellos pasillos fríos. En la silla de ruedas. No recuerdo con exactitud, pero serían alrededor de las 20:00h.

Me pasaron dentro y me exploraron mientras me hacían varias preguntas y pruebas. Ya me adelantaron que me iba a quedar ingresada.

En un pasillo lleno de butacas, me aparcaron con la silla de ruedas a la espera del ingreso. Al menos eso me dijeron. El tiempo pasó. Estuve cerca de 5 horas más sentada en aquel asiento.

Calambre va, calambre viene. Mi pierna izquierda se quejaba constantemente. Ya no aguantaba más esa postura.

Al trasladar la queja al personal, me pasaron a una camilla en mitad del pasillo de urgencias.

Tengo un recuerdo muy desagradable. Se escuchaban lamentos en la oscuridad. Conversaciones entre médicos de la sutura necesaria. Sangre en las sábanas de la camilla de al lado. Toses imparables y sonidos de respiraciones dificultosas.

Me di la vuelta contra la pared para dejar de ver todo aquello que me estaba generando taquicardia. De vez en cuando me incorporaba, para buscarlo con la mirada. Sabía que él estaba tan nervioso como yo, pero yo acostada y él sentado en una silla de plástico.

A estas alturas, la corriente de mi pierna se extendía ya por todo el cuerpo. No podía dormir en aquellas circunstancias. Había otra camilla, bajo mis pies, con una señora de pelo blanco. Casi no se movía, no se quejaba. Tuve que fijarme bien porque me parecía que llevaba un gran mechón teñido de rojo. Más tarde me dí cuenta que era sangre. Creo que fue cuando hice el ademán de levantarme e irme. Esa situación me estaba creando un estado de nervios muy grande.

Él volvió a hablar con una enfermera. Entonces, me pasaron a boxes unos metros más allá, pero no tan expuesta a ver y oír lo que sucede en una noche en urgencias. Ya eran cerca de las 4:00h. de la mañana. Allí al menos, una cortina por la derecha y otra por la izquierda, me separaban del resto de pacientes. Sin embargo, los sonidos y los olores se compartían por igual.

Le sugerí nuevamente que se fuera a casa. Yo me iba a dormir y aquel era un lugar realmente inhóspito. Tras una breve conversación, decidió irse. Llevábamos suficientes horas de nervios a nuestras espaldas. Nos dimos un beso cómplice y un fuerte abrazo.

Allí me quedé yo, en aquella camilla dura, boca arriba. Todo me desagradaba, pero el cansancio y el miedo me terminaron por derrotar. Caí rendida sobre las 5:00h.

Casi no pude dormir. La cama de enfrente alojaba a un señor, por la voz intuyo que mayor y medio senil. No paraba de dar gritos para que lo sacaran de allí. Aquel panorama era triste y desolador.

Yo me concentraba en mi respiración. Quería dormir para olvidar dónde y cómo estaba.

A las 7:00h. me desperté sobresaltada. No podía bajar de la camilla. Estaba muy elevada y le habían levantado los barrotes laterales. Necesitaba ir al baño con urgencia. Pedí ayuda, pero no me dejaban bajar hasta que no viniera un celador. De pronto no sabían quién era yo. Habían extraviado mi impreso de ingreso. -Los cambios de turno-, decían. Pero mientras lo resolvían yo necesitaba orinar de inmediato. No me bajaban porque había que confirmar si yo podía caminar sola, explicaron. Dejé de hacerles caso y me tiré abajo como pude. Sentía que me iba reventar.

Llegué a aquel baño agarrándome por las paredes. Casi hubiera preferido hacérmelo encima, pensé. Era muy desagradable. Como pude, me aseé un poco; me lavé las manos y la cara. Salí más serena.

Allí mismo, entre cortina y cortina, como dice el villancico, me dieron un desayuno. Me supo a gloria bendita. No comía desde la tarde anterior. Tampoco podía fumar. No había casi dormido y me dolía todo el cuerpo. Me sentía hecha un trapito.

Me dijeron que tras el desayuno, me llevarían a una planta. Al parecer a una habitación de transición.

Fue otra experiencia muy impactante y desgarradora.

Compartía habitación con una chica joven de aspecto muy débil. Se notaba su enfermedad, sea cual fuera. Ella lloraba asustada y hablaba con sus familiares. Miedo a que fuera la  – metástasis esa- , decía.

Yo al otro lado de la cortina, estaba aún en shock.

Unas horas antes, yo había ido al trabajo, había ido a mi casa, había estado con mi gata.

Ahora me encontraba en una cama desconocida, en una habitación de transición, con una compañera moribunda a mi lado. La escuchaba hablar y sentía su pánico a morir. Y yo tenía ganas de consolarla, pero su familia con poco tacto, lo hacía a su manera.

Era una familia grande. De varios hermanos y hermanas. Muy ruidosos todos. Incluyendo a la madre. Usaban un tono muy elevado para hablar. Se les notaba intranquilos, o eso creía yo, por la cantidad de chistes y risas nerviosas que escuchaba.

A mi me daba igual el escándalo. La cama me sirvió para descansar un poco el cuerpo, que llevaba en tensión demasiadas horas. Lo que se había logrado así era intensificar mis calambres. Allí cerré un poco los ojos. Estaba agotada.

Comí en aquella planta, que nunca supe cuál era. Me movían en silla de ruedas y yo perdía la noción de todo.

Más tarde, un traslado nuevo. Me sentía inútil sentada allí sin poder caminar.

Ascensores, pasillos, puertas y por fin llegamos. Aquí ya me dijeron que me quedaría. Ese día no porque era tarde, pero al día siguiente vendría a verme el médico para valorarme.

Ya llevaba 24 horas en el hospital y aún no sabía qué me pasaba. Yo tomaba mis propios calmantes, que traía en el bolso. Nadie me daba medicación y la electricidad de mi pierna era dolorosa.

Sentí cierto alivio. Por fin tenía mi habitación. Mi hueco, mi lugar, mi cama.

La habitación 219.